Coincidían en el tren al amanecer y cuando ya era de noche. Desde la primera vez que se encontraron se quedó sin aliento. Sus movimientos le llamaron rápidamente la atención. Un cruce de miradas bastó para hundirle en un estado de afectación propio del hechizo, y desde entonces ya no fue capaz de prescindir de ella. Estaba pendiente de cada gesto, de cada palabra suya. Aprovechaba la lejanía para observarla mientras leía o miraba por la ventana. La seguía con la mirada en sus cortos trayectos, cuando subía después de él, en otra estación, y cuando bajaba, dejándolo solo. Buscaba coincidir en el vagón. Aprendió a saber de ella por sus ruidos. Sabía cómo se encontraba, qué sentía, qué pensaba, con solo oír sus pasos, por el tono de su voz, o por el sonido de su respiración. Propiciaba el encuentro silencioso frente a su asiento, junto a las puertas, en los pasillos. Un roce suyo era un beso. Un choque accidental, un abrazo de sus dos cuerpos desnudos. Oírla susurrar palabras cariñosas, aunque fuera a otro, una caricia libidinosa.
Ya no podía quitar su mirada de la suya. Soñaba a todas horas con el calor de sus mordiscos, con su sexo apretado contra su piel, lamiendo el sudor de su cuerpo, deslizando sus manos por cada lunar, por cada señal que su ropa abierta le dejaba entrever. Hasta el día que ella le sonrió…y supo que todo había acabado.
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