Cristina Gálvez
Ilustración Joaquín López Cruces
Mi Nela no es como las demás.
Se alborota apenas
empiezan a florecer los primeros almendros, loca desaforada
buscándome por los prados todavía cubiertos de musgo, y desde ese
momento sus insistencias van creciendo como frutos rojos a la caza de
lenguas y dientes. Si apenas me dedica una mirada cuando me engalano
de domingo, verme cortando leña hace que me arrincone sin ningún
pudor contra el tronco de los castaños. En mayo me obliga a
acariciar su blanco cuerpo con caléndulas y amapolas. En junio, me
arrastra imprudente a las húmedas profundidades de los saúcos, y en
agosto siempre acabo viéndome forzado, no sé cómo, a realizar
peligrosas acrobacias entre las ramas perfumadas de las higueras.
Mientras las otras
mujeres sufren por mancharse el vestido de tierra o por arañarse la
piel de los tobillos con las zarzas, ella se desata entre genistas y
gramíneas, gimiendo bajo el zumo aplastado de las moras silvestres,
licuándose entre aceitunas, estremeciéndose bajo la sombra ondulada
de robles y alisos.
Pero mi Nela, que
nunca ha sido como las demás, no tiene hoy ánimos para mirarme,
delicada y limpia en su vestido nuevo. Yo le hablo de los teatros, de
los grandes bulevares que nos esperan iluminados en la noche de la
ciudad. Le prometo que saldremos a pasear todos los días al jardín
botánico, que llenaremos el balcón de geranios. Todo inútil. El
taxi llega, Nela llora y por primera vez tengo la certeza de que ya
nada volverá a ser como antes.
Relato publicado en PervertiDos
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