Soy peligroso. Lo sé. Lo supe desde que le escondí a mi hermana el chupete en la caja de costura de mamá y la invité a buscarlo. Lo había ensartado ni más ni menos que en las tijeras. Hoy, sin embargo, intento controlarme, lo juro. Las pastillas ayudan. La perra, también. Hasta mi hermana, que no conoce rencores, contribuye a todas horas con su sonrisa. Lo malo es que con intentarlo no basta, y, a veces, cuando olvido la medicación, la perra está en celo y va a la suya, y mi hermana sencillamente ha salido, la jodo, ¡vaya que sí! Suerte que Jeannette ya me conoce, y, precavida donde las haya, acude gustosa a mi llamada, equipada, eso sí, con toda clase de objetos punzantes.
-Ya sabes, mi amor, a la mínima te pincho- me advierte nada más llegar.
Y follamos y sangramos hasta la extenuación entre sábanas y púas. Un día de estos, y pese a su eterna sonrisa, tendré que sincerarme con mi hermana, que no acaba de entender la relación entre el olvido de pastillas y lo que, intuye, son actos poco menos que criminales. Pero lo cierto es que no me decido, no sea que relacione el episodio del chupete con mis neuras sexuales y me tome por lo que no soy… o sí; un tipo peligroso en cualquier caso. Lo supe desde que a ella se le desgarró la boca y ya nunca más pudo dejar de sonreír.
Muy bueno.
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