Entre octubre de 1789 y mayo de 1807 trabajó en el hospicio para niños huérfanos y desvalidos de Königsberg una religiosa prusiana llamada Petra von Kliksberg. Los registros señalan que había abrazado la doctrina más integrista y rencorosa de todos los tiempos, y así muchos la refieren como «la institutriz feminista». De buena mañana adoctrinaba a sus inocentes pupilos sobre lo que llamaba el «pecado atávico», que consistía en que estaba científicamente demostrado que el género masculino había molido a palos a las mujeres desde la noche de los tiempos y por tanto dicho delito era imputable a la condición genética de todos los varones y no a su libre albedrío.
Dedicaba sus largas tardes en el hospicio al mantenimiento de su colección de látigos, varas, azotes y flagelos. Siempre tenía con ella a tres o cuatro desvalidos huerfanitos. La sangre vertida llenaba de frenesí sus sentidos y, no obstante, tras las laudes de la mañana siguiente, confesaba siempre su desaliento a su diario secreto: «Por más que les pego, no hay manera de que aprendan a lamerme el clítoris como a mí me gusta».
Casi veinte años tardaron las autoridades a descubrir que el patio del hospicio estaba sembrado de jóvenes cadáveres que no habían soportado tanto delito atávico como cargaban sus tiernas espaldas. Petra von Kliksberg fue llevada ante la justicia, donde en vano derramó amargas lágrimas, puesto que fue sentenciada a morir a latigazos, como una perra, a manos de los huérfanos supervivientes.
–Me va a explotar el coño de tanta alegría –fueron, dicen las crónicas, sus últimas y desvergonzadas palabras.
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