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5.6.10

Paraphilia

Javier quevedo
Durante varias noches, Ricitos de Oro había soñado con él. Fue cuestión de tiempo para que también comenzara a tener las mismas ensoñaciones incontrolables incluso durante el día. Visualizaba aquel cuerpo cubierto de pelo hasta en las zonas más inverosímiles y, en su mente, se entregaba a una adoración que conseguía abstraerla de todo. Cuando despertaba, ya fuera del sueño o de la ensoñación, su cuerpo pubescente le temblaba de la cabeza a los pies y el corazón parecía ir al galope.
Por eso se coló en la casita del bosque: quería saber a dónde la llevaría realmente el tacto de aquel abrigo de pelo palpitante. Cuando Papá Oso entró en el cuarto y vio el cuerpo desnudo de la joven yaciendo en su cama, no se lo pensó dos veces. Con mucho cuidado de no despertarla, empezó a acariciarla. Sintió la excitación crecer dentro suyo, tanto más cuanto más comprobaba cómo se desbordaba la excitación en el sueño de ella. Quería darle más… necesitaba darle más. El sueño no era suficiente.
Ricitos de Oro oyó los gruñidos de Papá Oso, pero los atribuyó a su sueño. Cuando la zarpa le tapó la boca, también creyó que era en su sueño. La respiración de ambos, hasta ahora superpuesta, se fue desacompasando de forma gradual hasta que sólo quedó la de Papá Oso. Ricitos de Oro pensó que nunca había tenido un sueño tan intenso. Por supuesto, jamás despertó de él.

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