El posadero me dice que sólo le queda una habitación libre y, a continuación, me advierte de que nadie quiere ocuparla nunca, puesto que en ella se cometió -hace ya veinte años- un crimen horrendo. Le aseguro que no soy supersticioso y me da la llave. Entro en la habitación: hay en ella una cama de hierro, una mesita, una silla, un lavabo. No necesito nada más. Cuando anochece, salgo a dar una vuelta. Una mujer me aborda por la calle. Le pido que me acompañe a la posada. Una vez en la habitación, la degüello mientras la estoy penetrando por detrás. Luego, la abro en canal y utilizo sus órganos para escribir mensajes en las paredes. Ni yo mismo sé lo que significan. Siento sueño. Me acomodo en la cama junto al cadáver eviscerado y me duermo. Cuando despierto, veo a dos policías encañonándome con sus pistolas. Juraría que el hombre con cara de espanto que les acompaña es el posadero, aunque parece veinte años más joven.
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