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27.2.17

El sexo como voluntad de representación


Raul Brasca
Ilustración: Mariana Baizán

Cuando los labios del maestro tocaron los suyos, cerró los ojos. Logró reprimir el estremecimiento que le produjo la otra lengua introduciéndose rígida,  profundamente, en su boca. Tampoco la alteró la mano que  le abrió el kimono y descendió, rozándola apenas,  hasta su entrepierna. Había sido instruida. Primero, los dedos se demoraron en el vello del pubis. Después,  el duro pene se deslizó en la humedad tibia hasta su puerta y permaneció allí, moviéndose apenas, sin presionar ni penetrarla. Sólo el afán por complacer al maestro le daba fuerza para refrenarse. Repitieron el ejercicio dos veces sin que cambiara el compás de sus respiraciones ni el del vaivén mínimo del hombre. Satisfechos por el autocontrol alcanzado, se despidieron. Pero siguieron pensándose. Ella fue al puerto, a encontrarse con el changarín de siempre. El maestro, que lo sabía, la siguió mentalmente desde su habitación. Cuando el cuerpo del changarín la cubrió, la mano derecha del yogui comenzó a subir y bajar despacio; cuando ella abrió paso al pene desmesurado, el ritmo de la mano se aceleró; cuando el cuerpo de arriba ya colmaba autoritario la avidez del de abajo, el yogui jadeaba salvajemente; cuando el vértigo de la excitación anunció la culminación en los dos hombres, la muchacha deliraba de gozo. Los tres terminaron a la vez. Ella fantaseando que era del maestro la dura estaca que la clavaba en su centro.  El changarín, arrebatado por el orgasmo de ella. El maestro, por el del changarín.

Relato publicado en PERVERSIONES



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